El tio muletas

Siempre he querido llevar muletas una temporada. De pequeño pude observar cómo aumentaba el carisma de mis afortunados compañeros cuando tenían la suerte de romperse un tobillo o una pierna. Llevar el brazo escayolado también otorgaba un rango, de la noche a la mañana el agraciado se convertía en símbolo de admiración entre la chiquillada, sin embargo nada estaba a la altura de ir con muletas.

Nunca se fracturaba un hueso el niño gordo o el marginado. Siempre era el más gamberro y respetado, de modo que adquirir el derecho a portar dos objetos contundentes constantemente no hacía si no aumentar su poder. El modelo típico de muletas de la época contribuía aún más al misticismo del portador ya que permitía reclinarse en una pared apoyando la pierna lesionada sobre la muleta. No hay estampa más imponente que ésa; es sin duda la pose olvidada de los grandes escultores, la figura que ensalza solemnemente al poderoso y al admirado. Por no olvidar lo que de todos es sabido, que las heridas de guerra causan estupor entre las féminas, de modo que la felicidad es absoluta.

Ahora me abren y sostienen las puertas al pasar; en el ascensor me esperan siempre y evitan que la puerta se cierre; tengo plaza reservada en el parking del trabajo justo al lado de la entrada; y así una lista interminable.

Agradecido estoy de poder probar, por fin, las mieles de la grandeza. Ya no puedo llegar más alto; desde la cumbre mando un saludo a los mortales.